Capítulo 11
[…] el profundo cobalto insondable del atardecer.

Malcolm Lowry


Ante ellos, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl continuaban dominando el nordeste, aunque de ambos picos quizás fuese ahora el más hermoso la Mujer Dormida, con su cima dentada cubierta de nieve sanguinolenta que se desvanecía ante sus miradas al fustigarla las sombras más oscuras color de roca, mientras que su cumbre parecía flotar en el aire entre grumosos nubarrones que ascendían sin cesar.

Malcolm Lowry


Pero no; no era ella lo que se incendiaba. Era la morada de su espíritu. Era su sueño. Era la granja, Orión, las Pléyades, la casa de ambos a orillas del mar. Pero, ¿dónde estaba el fuego?

Malcolm Lowry


—El tipo de mentira que medita Sir Walter Raleigh cuando se dirige a su alma. «La verdad será tu garantía. Ve, puesto que debo morir. Y engaña al mundo. Di a la corte que relumbra y brilla como leña podrida. Di a la iglesia que enseña lo que es bueno y no lo practica. Si la iglesia y la corte replican, entonces engáñalas.» Cosas como ésas, sólo que un poco diferentes.

Malcolm Lowry


Hay, a veces, cuando estalla el trueno, otra persona que piensa por uno, alguien que pone al abrigo los muebles de nuestro pórtico mental, cierra y pone los postigos a las ventanas de la mente contra lo que parece menos aterrador como amenaza que como distorsión del recogimiento celestial, una estrepitosa locura de los cielos, una forma de catástrofe que los mortales tienen prohibido observar de muy cerca: pero en la mente queda siempre entornada una puerta —como se sabe que los hombres en las grandes tempestades dejan abiertas sus puertas verdaderas para que por ellas pase Jesús— pero el ingreso y la recepción de lo inaudito, la temible aceptación de la centella que nunca cae sobre uno, para el relámpago que siempre cae en la próxima calle, para el desastre que tan raras veces golpea en la desastrosa hora probable, y por esta puerta mental Yvonne, que seguía equilibrándose en el tronco, percibió ahora algo ominosamente aciago. En el trueno que disminuía acercábase algo como un rumor que no era de lluvia. Era un animal de alguna especie, aterrado por la tempestad, y fuera lo que fuese —ciervo, caballo, sin duda tenía pezuñas— acercábase despavorido con seco galope, entre la maleza; y ahora que estallaba de nuevo el relámpago, y el trueno se apagaba, oyó Yvonne un prolongado relincho que se convirtió en un grito de pánico casi humano. Yvonne advirtió que le temblaban las rodillas. Trató de volverse, dando voces a Hugh, para bajar la escala, pero sintió perder pie en el tronco; al deslizarse, procuró recobrar el equilibrio, volvió a resbalar y cayó hacia adelante. Al caer, uno de sus pies se dobló bajo su peso y le produjo un agudo dolor. Al momento siguiente, cuando trató de levantarse, vio, a la luz de un relámpago, al caballo sin jinete. Precipitábase de lado, no hacia ella, y vio hasta el último de sus detalles: la silla que se deslizaba ruidosamente por la grupa, hasta el número siete marcado en el anca. Al tratar de levantarse de nuevo escuchó el grito de su propia voz cuando el animal se dirigió a ella y se le echó encima. El cielo era una sábana de blancas llamaradas en las que quedaron clavados por un instante los árboles y el caballo encabritado y suspendido en los aires...

Malcolm Lowry