Capítulo 5
Tras ellos caminaba el único ser viviente que compartiera su peregrinación: el perro. Y poco a poco llegaron al mar salobre. Luego, con almas bien disciplinadas llegaron a la región del norte y contemplaron, con corazones ansiosos de cielo, la imponente montaña Himavat... Lamida por el lago, en ella florecían los lirios, el cáñamo brotaba, las montañas resplandecían, las cascadas jugueteaban, la primavera era verde, blanca la nieve, azul el cielo, y los retoños de los frutos eran nubes: y él seguía sediento. Después, la nieve dejó de resplandecer; las flores de los árboles frutales convirtiéronse en nubes de mosquitos; el Himalaya se ocultó tras el polvo y él sintió más sed que nunca. Luego soplaba el lago, soplaba la nieve, soplaban las cascadas, soplaban los capullos de los frutos, soplaban las estaciones, soplaban alejándose, y él mismo se alejaba arrastrado por una tormenta de capullos, a las montañas en donde ahora caía la lluvia. Pero esta lluvia que ahora caía en las montañas no mitigaba su sed. Ni tampoco, después de todo, se hallaba en las montañas. Se encontraba entre el ganado, en un arroyo. Descansaba, con algunas jacas que, a su lado, metían las patas en frescos pantanos. Yacía boca abajo bebiendo de un lago en que se reflejaban cordilleras de albeantes cumbres, nubes que se amontonaban a una altura de ocho kilómetros detrás de la imponente montaña Himavat, cáñamos de color púrpura y un villorrio acurrucado entre las more ras. Y sin embargo, su sed seguía sin apagarse. Acaso porque estaba bebiendo, no agua, sino ingravidez y promesa de ingravidez —¿cómo era posible que bebiera la promesa de ingravidez? Acaso porque bebía, no agua, sino certidumbre de claridad— ¿cómo era posible que bebiera certidumbre de claridad? ¡Certidumbre de claridad, promesa de ingravidez, de luz, luz, luz y otra vez de luz, luz luz!

Malcolm Lowry


—Tengo —le dijo el Cónsul mirando hacia los volcanes. y sintiendo que su desolación ascendía a aquellas cumbres en las que ahora mismo, a media mañana, el viento ululante azotaría la cara y el terreno bajo los pies sería lava muerta, residuo petrificado y carente de alma, de extinto plasma en el que ni los árboles más selváticos y solitarios jamás arraigarían—; tengo a mi espalda otro enemigo al que no puedes ver. Un girasol. Me observa y sé que me odia

Malcolm Lowry


Se asomó al jardín y fue como si trozos de sus párpados se hubiesen desprendido y revolotearan dando saltos ante su mirada, mutándose en sombras y formas nerviosas, sobresaltándose con el culpable parloteo de su mente, que aún no sonaba del todo como voces, pero volvían, volvían; se le apareció una vez más una imagen de su alma como una ciudad, pero esta vez era ciudad arrasada y fulminada en el sombrío camino de sus excesos, y cerrando sus ojos calcinados, pensó en el hermoso funcionamiento del sistema de aquellos que en verdad vivían, conectados los interruptores, rígidos los nervios sólo ante el peligro real, y tranquilos ahora en un sueño sin pesadillas sin descansar, aunque en reposo: pacífica aldehuela. ¡Cristo! cómo recrudecía el tormento (y mientras tanto existía todo género de razones para suponer que los demás imaginaban que estaba divirtiéndose enormemente) de saber todo esto, y de estar al mismo tiempo consciente de todo el horrible mecanismo que se desintegra, iluminado a veces, a veces apagado, ahora con resplandor, cegador, ahora con luz mortecina, con el brillo de una espasmódica batería agonizante, de saber luego, al fin y al cabo, que la ciudad entera se sumía en las tinieblas en donde se hace imposible cualquier comunicación y el movimiento se convierte en obstrucción, amenazan las bombas, las ideas se dispersan despavoridas...

Malcolm Lowry