Capítulo 7
Con tu mentalidad astronómica —repitió, aunque no, no lo había dicho—. ¿Acaso todo ese girar y precipitarse no te recuerda los viajes de invisibles planetas, de lunas desconocidas precipitadas hacia atrás? —pero no dijo nada.

Malcolm Lowry


—¿No te queda nada de ternura ni de amor por mí? —preguntó Yvonne de repente, casi con voz lastimosa, volviéndose hacia él, y pensó el Cónsul: Sí, te amo, me queda todo el amor del mundo por ti, sólo que ese amor parece tan alejado de mí, y también tan extraño, porque es como si casi pudiera oírlo, como un zumbido o un llanto, pero distante, muy distante, y como un triste murmullo perdido que puede ser que se acerque o se aleje, no sabría decirlo—. ¿No puedes pensar en otra cosa sino en las copas que vas a beber?

Malcolm Lowry


Los borrachos, egoístas y con rostro rubicundo, eran lanzados de cabeza hacia abajo, a los infiernos, en medio de un tumulto de demonios cubiertos de llamas, medusas, y eructaban monstruos verdes, ora volando en picado como golondrinas, ora torpemente con terribles saltos hacia atrás, gritando entre botellas que se precipitaban y emblemas de esperanzas destruidas; en las alturas, muy arriba, generosos, en pálido vuelo hacia la luz que asciende a los cielos, remontándose de manera sublime en parejas, el macho protegiendo a la hembra y todos escudados por ángeles con alas de abnegación, volaban los sobrios. Sin embargo, advirtió el Cónsul que no todos andaban en parejas. En la parte superior, algunas hembras solitarias iban protegidas sólo por ángeles. Parecíale que estas hembras lanzaban miradas medio envidiosas hacia abajo, contemplando a sus esposos que caían en sentido vertical; los rostros de algunos traicionaban el más inconfundible alivio. 

Malcolm Lowry


De pronto experimentó una sensación nunca antes sentida con tan absoluta certidumbre. Y era la de estar en el infierno. Al mismo tiempo le invadió un sentimiento de extraña calma.

Malcolm Lowry


De nuevo paseó la mirada por el cuarto. ¡Ah, en cuántos cuartos, sobre cuántos divanes, entre cuántos libros habían hallado ellos su propio amor, su matrimonio, su vida en común!; vida que, a pesar de sus muchos desastres y de su total calamidad —y también a pesar de cualquier tenue elemento de falsedad que por parte de Yvonne hubiese existido al principio, con su boda que formaba sólo parte del pasado, de sus antecesores angloescoceses, de las visiones de castillos vacíos en Sutherland en los que silbaban los fantasmas, de las emanaciones de tíos desvaídos en tierras bajas que masticaban su pan a las seis de la mañana— no había sido sin triunfos. Aunque por cuán corto tiempo. Muy pronto comenzó a parecer demasiado triunfante, demasiado buena, como para que no fuese horrible imaginar el perderla y por último, imposible el soportarla: era como si se hubiese convertido en el presagio de sí misma, presagio de que no podría durar, presagio también de una presencia que volvía a encaminar sus pasos a la taberna. Y ¿cómo podía uno volver a empezar desde el principio, como si el café Chagrín y el Farolito nunca hubieran existido? ¿O sin ellos? ¿Podría permanecer fiel a Yvonne y al Farolito?... ¡Oh, Cristo, faro del mundo! ¿Cómo, y con qué ciega fe, podría uno encontrar el camino de vuelta, luchar en el regreso, ahora, en medio de tumultuosos horrores de cinco mil estrepitosos despertares, cada uno más espantoso que el anterior, de un lugar en el que ni siquiera el amor podía penetrar y en el que, salvo en las llamas más espesas, no había valor? En la pared caían eternamente los borrachos. Pero uno de los idolitos mayas parecía llorar...

Malcolm Lowry


El Cónsul se sintió angustiado. ¡Ah, qué daría por tener un caballo y galopar, cantando, lejos, quizá para ir a ver al ser amado, para llegar al corazón de la sencillez y la paz del mundo! ¿acaso no era eso como la oportunidad que depara al hombre la vida misma? Claro que no. Sin embargo, sólo por un momento, así le pareció.
—¿Qué es lo que dice Goethe sobre el caballo? —preguntó—. «Cansado de la libertad toleró que le ensillaran y le pusiesen riendas, y por sus penas tuvo que soportar, hasta la muerte, que le montasen.»

Malcolm Lowry