La utilidad de los conocimientos inútiles
Hace poco tuve la oportunidad de leer el libro “La inutilidad de lo inutil” de Nuccio Ordine,  que adquirí porque me lo habían recomendado. De hecho lo resaltó alguien en la presentación de mi libro “Tres Monos, Diez Minutos. Guía de la sociedad actual para urbanitas curiosos” y me quedé con el título para leerlo cuando pudiera.

Para ser sincero y hablar de manera llana: me pareció un verdadero “peñazo”. No porque el tema no me interese (más bien todo lo contrario) o el libro estuviera mal escrito (que tampoco), sino debido a que el texto es una sucesión larguísima de referencias a clásicos que reivindican el papel de la cultura y las artes -habilidades aparentemente inútiles- como un bien mayor en el progreso de la humanidad y de la sociedad, etc… Todo muy interesante a priori pero llega a ser muy reiterativo, rozando lo “cansino”. Lamento decirlo, pero es lo que me ha parecido.

No obstante, lo mejor del libro viene al final y paradójicamente no lo escribe Ordine. Se trata de un artículo publicado en el número del último trimestre de 1939 de la revista Harper’s Magazine por Abraham Flexner, un famoso pedagogo estadounidense. Solo por leer y conocer este artículo ya merece la pena haber comprado el libro. De hecho, creo que es casi lo único que vale la pena leer del mismo.

Lo que dice Flexner hace casi 80 años podría estar diciéndolo hoy en día. Y todos los gobernantes deberían prestar mucha atención, especialmente viendo los recortes en educación y ciencia que se han sufrido en los últimos años con la crisis.

A continuación, debajo de la foto de Flexner, reproduzco el artículo completo en español (imagino que a estas alturas no habrá problemas de copyright) destacando en negrita las partes que me han parecido más interesantes y añadiendo algunos comentarios personales, así como algunos enlaces para dar contexto. 

Es un artículo largo, pero créeme, merece la pena leerlo, sobre todo si te gusta la ciencia.

Espero que lo disfrutes.

Si te interesa el artículo original (en inglés) se puede descargar en PDF desde esta dirección.


“La utilidad de los conocimientos inútiles”

por Abraham Flexner

I

¿No es curioso que en un mundo saturado de odios irracionales que amenazan a la civilización misma algunos hombres y mujeres—viejos y jóvenes—se alejen por completo o parcialmente de la tormentosa corriente de la vida cotidiana para entregarse al cultivo de la belleza, a la extensión del conocimiento, a la cura de las enfermedades, al alivio de los que sufren, como si los fanáticos no se dedicaran al mismo tiempo a difundir dolor, fealdad y sufrimiento? El mundo ha sido siempre un lugar triste y confuso; sin embargo, poetas, artistas y científicos han ignorado los factores que habrían supuesto su parálisis de haberlos tenido en cuenta. Desde un punto de vista práctico, la vida intelectual y espiritual es, en la superficie, una forma inútil de actividad que los hombres se permiten porque con ella obtienen mayor satisfacción de la que pueden conseguir de otro modo. Mi pretensión en este artículo es ocuparme del problema de hasta qué punto la búsqueda de estas satisfacciones inútiles se revela inesperadamente como la fuente de la que deriva una utilidad insospechada. 

Oímos decir con fastidiosa reiteración que la nuestra es una época materialista que debería tener como principal interés una más amplia distribución de los bienes y las oportunidades materiales. Así, la justificada protesta de aquellos que sin culpa alguna se ven privados de oportunidades y de un reparto justo de bienes mundanos aleja a un creciente número de jóvenes de los estudios seguidos por sus padres y los dirige hacia el estudio, igualmente importante y no menos urgente, de los problemas sociales, económicos y gubernamentales. No me quejo de esta tendencia. El mundo en el que vivimos es el único que nuestros sentidos pueden atestiguar. A menos que se construya un mundo mejor, un mundo más justo, millones de personas continuarán yendo a la tumba silenciosas, afligidas, llenas de amargura. Yo mismo he pasado muchos años defendiendo que nuestras escuelas deberían prestar mucha mayor atención al mundo en el que sus alumnos y estudiantes están destinados a vivir. Ahora bien, me pregunto a veces si esta corriente no ha cobrado excesiva fuerza y si habría suficientes oportunidades para una vida plena en el caso de que el mundo fuese despojado de algunas de las cosas inútiles que le otorgan significación espiritual. En otras palabras, si nuestra concepción de lo útil no se ha vuelto demasiado estrecha para adecuarse a las posibilidades errabundas y caprichosas del espíritu humano

Podemos considerar esta cuestión desde dos puntos de vista: el científico y el humanístico o espiritual. Empecemos por el científico. Recuerdo una conversación que mantuve hace algunos años con George Eastman sobre el asunto de la utilidad. Eastman, hombre sensato, amable y clarividente, dotado de buen gusto musical y artístico, me había dicho que pretendía dedicar su vasta fortuna a promover la educación en asuntos útiles. Yo me atreví a preguntarle quién era para él el científico más útil del mundo. Respondió al instante: «Marconi». Pero yo le sorprendí diciendo: «Por más placer que nos proporcione la radio y por grande que sea la aportación de
las transmisiones sin hilos y la radio a la vida humana, la contribución de Marconi
fue casi insignificante». 

No olvidaré su estupor en ese momento. Me pidió que se lo explicara. Le respondí algo como lo que sigue:

  • Señor Eastman, Marconi era inevitable. El mérito real por todo lo que se ha logrado en el campo de la transmisión sin hilos corresponde, en la medida que un mérito tan fundamental pueda asignarse a una sola persona, al profesor Clerk Maxwell, que en 1865 efectuó ciertos cálculos abstrusos y remotos en el campo del magnetismo y la electricidad. Maxwell reprodujo sus ecuaciones teóricas en un tratado que se publicó en 1873. A continuación, el profesor H. J. S. Smith de Oxford declaró en el congreso de la British Association que «ningún matemático puede recorrer las páginas de estos volúmenes sin darse cuenta de que contienen una teoría que ha supuesto ya una gran contribución a los métodos y recursos de las matemáticas puras». Otros descubrimientos, realizados durante los siguientes quince años, complementaron la obra teórica de Maxwell. Finalmente, en 1887 y 1888 el problema científico que permanecía aún abierto—la detección y demostración de las ondas electromagnéticas que transportan las señales de las transmisiones sin hilos—fue resuelto por Heinrich Hertz, que trabajaba en el laboratorio de Helmholtz en Berlín. Ni Maxwell ni Hertz tenían interés alguno en la utilidad de su trabajo; tal pensamiento ni siquiera se les pasó por la cabeza. Carecían de cualquier objetivo práctico. El inventor en sentido legal fue sin duda Marconi, pero ¿qué inventó Marconi? Tan sólo el último detalle técnico, en especial el aparato de recepción ahora obsoleto llamado «cohesor», casi universalmente desechado.

Acaso Hertz y Maxwell no inventaron nada, pero su inútil obra teórica fue aprovechada por un hábil técnico y forjó nuevos medios de comunicación, servicio público y entretenimiento mediante los cuales hombres con méritos relativamente modestos ganaron fama y millones. ¿Quiénes fueron los hombres útiles? No Marconi sino Clerk Maxwell y Heinrich Hertz. Hertz y Maxwell fueron genios sin pensar en la utilidad. Marconi fue un hábil inventor sin otro pensamiento que la utilidad.

La mención del nombre de Hertz recordó a Eastman las ondas hertzianas, y yo le sugerí que podía pedir a los físicos de la Universidad de Rochester explicaciones precisas sobre lo que habían hecho Hertz y Maxwell. Pero añadí que de una cosa podía estar seguro: de que habían realizado su trabajo sin pensar en la utilidad y de que a lo largo de la historia de la ciencia la mayoría de descubrimientos realmente importantes que al final se han probado beneficiosos para la humanidad se debían a hombres y mujeres que no se guiaron por el afán de ser útiles sino meramente por el deseo de satisfacer su curiosidad.

—¿Curiosidad? —preguntó Eastman—.

—Sí —respondí—, la curiosidad que puede conducir o no a algo útil es probablemente la característica más destacada del pensamiento moderno. No se trata de algo nuevo. Se remonta a Galileo, Bacon y sir Isaac Newton, y hay que darle total libertad. Las instituciones científicas deberían entregarse al cultivo de la curiosidad. Cuanto menos se desvíen por consideraciones de utilidad inmediata, tanto más probable será que contribuyan al bienestar humano y a otra cosa asimismo importante: a la satisfacción del interés intelectual, que sin duda puede decirse que se
ha convertido en la pasión hegemónica de la vida intelectual de los tiempos modernos.

II

Esto vale para el trabajo tranquilo y discreto de Heinrich Hertz en un rincón del laboratorio de Helmholtz durante los últimos años del siglo XIX. Pero puede decirse lo mismo de científicos y matemáticos de todo el mundo desde hace varios siglos. Vivimos en un mundo que estaría desvalido sin electricidad. Si nos invitan a mencionar el descubrimiento con una utilidad práctica más inmediata y de largo alcance, es muy probable que nos pongamos de acuerdo en indicar la electricidad. Pero ¿quién efectuó los descubrimientos fundamentales de los que procede todo el desarrollo eléctrico que ha tenido lugar durante más de un siglo?

La respuesta es interesante. El padre de Michael Faraday era herrero; el mismo Michael trabajó como aprendiz de encuadernador. En 1812, con veintiún años cumplidos, un amigo lo llevó a la Royal Institution, donde escuchó a sir Humphrey Davy pronunciar cuatro conferencias sobre temas químicos. Faraday tomó notas y envió una copia a Davy. Apenas un año después, en 1813, se convirtió en asistente en el laboratorio de Davy, trabajando en problemas químicos. Dos años más tarde, acompañó a Davy en un viaje al continente. En 1825, a los treinta y cuatro años, se
convirtió en el director del laboratorio de la Royal Institution, donde pasó cincuenta y cuatro años de su vida.