Capítulo 1
Con describir cómo era un amor tardío no se saciaba sed alguna.
no
Malcolm Lowry 


Pasó un coche y, mientras con el rostro vuelto aguardaba a que se asentase el polvo, recordó aquel viaje en auto con Yvonne y el Cónsul a lo largo del lecho del lago, antaño cráter de inmenso volcán, y 
nuevamente contempló el horizonte que se desvanecía en el polvo, los autobuses que zumbaban en medio de las tolvaneras, los trémulos muchachos de pie en la parte trasera de los camiones, asidos a la muerte, con sus rostros protegidos contra el polvo (y siempre pensó que en esto había una magnificencia, un simbolismo proyectado hacia el futuro, para el cual un pueblo heroico había adquirido tan grande preparación ya que en todo México se podían ver camiones desaforados con sus jóvenes albañiles con las piernas abiertas plantadas firmemente, cuyos pantalones, al agitarse, las golpeaban con fuerza), y vio bajo los rayos de sol, en lo alto de la colina redonda, las colinas oscurecidas por el polvo en las cercanías del lago, cual islas azotadas por un chubasco. 

Malcolm Lowry


Francia, pensó, nunca debió trasladarse a México, ni aun bajo el disfraz de los Austria; Maximiliano fue desafortunado hasta en sus palacios. ¡Pobre diablo! ¿Por qué tuvieron que llamar también Miramar a ese fatal palacio de Trieste; aquel en que Carlota perdió la razón y donde todos los que en él vivieron, desde la Emperatriz Isabel de Austria hasta el Archiduque Fernando, perecieron de muerte violenta? Y sin embargo, ¡cuánto debieron de amar esta tierra aquellos dos solitarios desterrados cubiertos de púrpura! Seres humanos después de todo, amantes fuera de su elemento, su Edén, sin que ninguno supiese por qué, comenzó a transformarse ante sus ojos en prisión y a apestar a cervecería, quedando, a la larga, como única majestad, la tragedia. 

Malcolm Lowry


Tiró el fósforo con un ademán que no desperdició, porque lo convirtió en saludo. 

Malcolm Lowry


...Noche: y una vez más el nocturno combate con la muerte, el cuarto que se cimbra con demoníacas orquestas, las ráfagas de sueño aterrado, las voces fuera de la ventana, mi nombre que repiten con desdén imaginarios grupos que van llegando — espinetas de la oscuridad. ¡Como si no hubiera bastantes ruidos reales en estas noches de color canoso! No semejantes al desgarrador tumulto de las ciudades norteamericanas, el ruido que produce el desvendar gigantes agónicos, sino al aullido de perros callejeros, a los gallos que anuncian el alba toda la noche, al tamborileo, a los quejidos que más tarde habrán de descubrirse, verde plumaje acurrucado en los alambres telegráficos de los jardines ocultos, o aves perchadas en manzanos— a la eterna tristeza del gran México, que nunca duerme. En cuanto a mí, me gusta abrigar mi tristeza en la penumbra de antiguos monasterios, mi culpa en los claustros y bajo los tapices y entre las misericordias de inconcebibles 'cantinas', donde alfareros de rostro entristecido y mutilados pordioseros beben al despuntar el alba cuya fría belleza de junquillo volvemos a descubrir en la muerte. […] No, mis secretos son de ultratumba y deben permanecer como tales. Y así, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno. 

Malcolm Lowry